
Se encontró ante unas gigantes fauces. La criatura abrió la
boca y reveló una tremenda oscuridad abismal. Él sabía que podría ser horrible,
pero algo dentro de sí le empujaba poco a poco. A pesar de sus dimensiones
dantescas, el muchacho no podía evitar estar maravillado y miró sus ojos. Su
mirada penetrante, arrastraba sus pies, igual que una polea tira de una cuerda.
Le torturaba su cabeza a medida que avanzaba. Tendría una
muerte horrible. Le engulliría sin masticar, eso era obvio. Lo que le
atormentaba, era la digestión. Podría morir asfixiado, disuelto en algún jugo gástrico
que corroería su carne; y no necesariamente en ese orden. Al final, sería
expulsado igual que entró. Eso sí, carente de vida. Tan sólo una masa triturada
de huesos, carne y sentimientos.
Al borde del abismo, se paró a pensar. Todo le daba igual
ya. Sólo quería estar dentro. Merecía la pena intentarlo. Miró a su alrededor,
observando a las otras criaturas, todas ellas en libertad. Había elegido a la única
encadenada. El cancerbero que guardada las puertas del averno. La criatura de
Hades.

Entonces lo vio claro. Echó mano a su puñal y comenzó a
correr. Sus esperanzas se centraron en ese momento. Se dejaría engullir. Se
lanzaría al vacío. En ese instante decidió no dejarse digerir. Una vez dentro,
rebanaría las entrañas que hiciese falta. Se abriría paso entre músculos y
arterias. Llegaría al corazón y una vez lo alcanzase, lo abriría en canal. Serían
sus latidos lo que le asfixiaría y allí levantaría su tumba.
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