Últimamente se me escapan las horas entre los dedos. Cada segundo, es un grano de arena dentro de una inmensidad de iguales y cuando cojo un puñado de ellos, fluyen como un río que emana del interior de mis manos.
Pero todo río está compuesto por agua, y como agua que es moja lo que toca, por dónde pasa. Igual que esa arena permanece en muy pequeñas cantidades adosada a nuestra piel una vez que abrimos el puño, son esos granos, tan solo esos pocos granos, los que merece la pena guardar en nuestro reloj de arena. Esos granos que han permanecido ahí a pesar de la fuerte corriente que se ha catapultado al vacío. Los fuertes, los más pesados o mas pegajosos, son los que merecen pasar a formar parte de nuestro medidor de tiempo, los que han pasado el casting de la evolución.
Son los momentos con los que queremos quedarnos, los que han de pertenecer a nuestro recuerdo temporal. Un reloj tan solo formado por los mejores y más selectos granos de arena, al igual que los montadores de antaño, cortaban y pegaban tan solo los fragmentos seleccionados de celuloide que daría como fruto el filme.
Dicen que cuando estamos a punto de morir, la vida de uno se le pasa por delante de sus ojos como si de una película se tratase. En eso consiste el proceso. En que una vez finalice nuestro ciclo vital, la película que vean mis ojos, sea el largometraje más y mejor elaborado que jamás se vio en pantalla. Mi vida.