Era un pueblito de costa, de esos de leyenda. Salido de
entre las líneas de unas páginas ya caducas. Se erguía sobre los cabellos de
montañas de ensueño y en lo más alto, al borde de los acantilados, presidía un
castillo pantagruélico.
Una antigua plaza calzada en piedra le acogía a él. Caminó torpe
de un extremo a otro y rozó a su paso el agua de la fuente con el dedo. Al
fondo, la puerta abierta de una casita victoriana invitaba a entrar. Cruzó la
puerta y sus ojos tardaron segundos en adaptar la visión a la penumbra. En un
rincón estaba ella, con el rostro iluminado por el tenue haz de luz de una vela.
El brillo de sus lágrimas deslumbraba.
Ella salió corriendo. Él la siguió por lo oscuros callejones
que subían al castillo. Su carrera fue a llevarle a los espesos jardines de
palacio. De pronto se encontró en un camino pavimentado. Rodeado de vegetación vestida
por la luz de un cielo zafiro, miró a lo lejos. Las antorchas del camino
empezaron a rugir. Las llamas alcanzaron unas dimensiones monstruosas y de
entre ellas se alzó un corcel. Lo montaba una armadura negra como el carbón. El
caballo relinchó con fuerza y emprendió la carrera hacia él. Lo atravesó, y el
muchacho pareció paralizarse de terror. Cuando por fin reaccionó, sin poder
creerlo, gritó. Unas olas del tamaño de un rascacielos comenzaron a cubrir el
castillo. Corrió, pero el agua lo arrastró. Se precipitó al vacío del acantilado,
pero cuando pensaba que todo estaba perdido, algo lo agarró.
Tras pasar las olas, el chico pudo mirar ya hacia arriba. Una
mano suave sujetaba la suya. Era su mano. Era ella.