viernes, 28 de noviembre de 2014

Rojos

Alguien murió anoche en mis pesadillas.
Se lanzaba al vacío bajo mi ventana,
dando vueltas de campana,
abrió su cráneo contra una alcantarilla.
Y unos brazos sin rostro se acercaban,
a recoger su cuerpo mutilado.
Pero desperté sobresaltado por un salto.
Salí del trance y del espanto,
al recordar tu cara.
Al recordar tus labios.
Rojos.

¿Sería yo el pobre diablo?
¿Serías tú quien me salvaba?
¡Para!


Rojos…


jueves, 25 de septiembre de 2014

SE ME CAEN LAS HOJAS

Hoy con el otoño se me caen las hojas. Como cada año, ojeo la luz que despide septiembre y pienso. Mi larga melena marrón se marchitó como caduca. Al cambiar mis sábanas vuelves a aparecer, después de tanto, después de tantas. La marca de tu rímel barato, insiste en mirarme otra vez, entre las líneas de mi almohada. Y es que aún con agua y estropajo no es posible borrar tu mirada. Una ráfaga que arrastra tu aroma gira mi cabeza, a ver si el camino conduce a Roma. Pero no. Por la puerta asoma el daño del que sigo siendo dueño. Y aunque ya no me quitas el sueño, suelo ser melancolía del recuerdo de un corazón, que dejaste en invierno; muerto y enterrado. Y encerrada seguirá la melodía, de los días donde soñaba volando y te raptaba. Cuando reptaba cualquier superficie en tu busca, cuando cualquier muro infinito derribaba, cuando tu boca me susurraba dos palabras. No sé por qué el silencio borró la tragedia y la memoria se puso un traje de gala. Será la melancolía del otoño, que te viste de seda. Será esa tela, que te hace más delgada. Como la línea roja que nos separa, para que todo fluya, para que no colisione. Para que no se produzca la hecatombe, tumbándome a tu lado. Para que nuestro mundo no desborde en los costados; tiro los dados, pero siempre la tirada es baja y no avanzo. Ando con unos zancos rotos. Pinto con rotuladores las paredes con consejos para otros, pero no los cumplo. Me columpio sólo para saltar al vació, siempre solo, siempre esquivo. Vacilo si el de al lado está ocupado y no me monto. Paso de largo al tobogán, donde sólo cabe uno. Monto guardia en mis sueños, no fuera a ser que te vea aparecer, no fuera a ser, que te cueles otra vez. Y tirito en el exilio, tratando de tenerme tieso. Detesto detectar, que me he adiestrado solo en esto. Destilando soledad en compañía, en campaña de auto-flagelarme, de perderme en mi mismo. Lo asumo. Igual prefiero tragarme el humo
 de mi propio tabaco, que del ajeno. Giro en banda hacia mi bando, bordeando la alambrada. Alabando las banderas de los otros. Por fin sonriendo.



sábado, 16 de agosto de 2014

EL NIÑO DEL CANGREJO

El pequeño Sam estaba sentado en el alféizar de la ventana, contemplando las burbujas y pompas que las gotas de lluvia formaban en los charcos. La habitación se hallaba completamente vacía y de fondo, se oía el vociferar del resto de niños y maestras a la hora de la comida. No había llegado a llorar pero, llevaba de manera permanente la combinación de sensaciones previa en su interior. Esa percepción de soledad, la melancolía del hogar y una mezcla de tristeza e impotencia. Mamá lo habría entendido y le habría creído. Eso hacía que le echara todavía más de menos. Pensó en que iba a seguir diluviando, pues cuando los charcos forman esas burbujas, es señal de que va a continuar lloviendo más; al menos, eso decía ella. Si ella hubiera estado allí, no le habrían castigado.

Una hora y diez minutos atrás, el imbécil de Abel, se había presentado con un cangrejo en la guardería. Su madre le había llevado antes a la pescadería y el pescadero le había regalado ese pobre animalito. Aquel bobo bravucón iba exhibiendo su pieza como si hubiera necesitado un arpón para cazarlo. <<Pobre cangrejito>> pensó Sam. A pesar de su miedo atroz a cualquier criaturita con forma arácnida, se compadecía del crustáceo. No era mayor que una mandarina, de un tono entre anaranjado y parduzco, y se movía con ganas de librarse de las sucias garras de Abel. Por desgracia, la mirada de éste encontró la de Sam y fue directo, cangrejo en mano, hacía él. Sam empezó a sollozar y a dar pasos para atrás, hasta que se topó con la esquina del aula. Abel reía como un auténtico sádico y acercaba poco a poco el cangrejo a la cara de Sam. Había sido inevitable. Abel se lo había buscado.

Durante la hora de la sienta, aquella maestra frígida y estúpida agarró a Sam del brazo y le cambió de aula de malas maneras. –Vamos Samuel, a seguir castigado. Además de sin comer, te quedas sin siesta – Eso a Sam le alegró un poco. Odiaba la maldita hora de la siesta. Jamás se había dormido en esa hora. Le parecía la mayor pérdida de tiempo absurda que había conocido en su corta existencia. Le había devuelto a la habitación del pánico, al lugar del crimen. Afortunadamente, allí había libros, cuentos y la casita de madera que tanto le gustaba. El pequeño agarró un cuento de elefantes y se acurrucó dentro de la blanca y roja casita.

Nada más sentarse contra la esquina, comenzó a sentirse un poquito más seguro. Le encantaba aquel lugar. Siempre solía escaparse allí a la hora de la siesta, cuando vigilaba Rosa. Rosa era la maestra más guapa y más joven de toda la guardería. Siempre trataba con cariño y dulzura a Sam. Casi todas las demás eran un atajo de arpías sin paciencia, las cuales deberían dedicarse a cualquier cosa que no fuera cuidar críos. Cuando Rosa cuidaba a la hora de la siesta, Sam se levantaba de su colchoneta a los 5 minutos, se dirigía a ella y le pedía permiso para coger un libro e ir a la casita. Ella siempre accedía y le daba un besito en la mejilla. Sam siempre se sonrojaba.

Al cerrar el cuento de elefantes, el niño dio un alarido. En la esquina contigua había un cadáver. Partes desmembradas del cangrejo yacían en el interior de la caseta. El monstruo de Abel había despedazado a la pobre criatura y además había repartido los restos por su casita de madera. Sam rápidamente abandonó el interior de aquel escenario dantesco y volvió a apoyarse en el alféizar de la ventana. Pensó en que no había sido suficiente castigo. Abel era un asesino. En ese instante, Rosa entró en la sala y se acercó al infante –Samuel cariño, tienes que entrar ya. Se va a terminar la siesta – dijo con dulzura. Sam la miró –Abel a matado al cangrejito, Rosa. La casita está llena de cachos –. Rosa se acercó a la casita y miró dentro. Su cara no fue agradable y dijo –Ahora lo recojo, no te preocupes – la maestra se levantó y volvió a acercase a Sam – ¿Estás bien? –Sam levantó la vista y una lágrima rodó por su mejilla –Me quiero ir a casa y tengo hambre –. Rosa se agachó y le dio un beso en la frente –Vamos a llamar a Mamá y a hacerte un bocadillo, ¿quieres? – el niño asintió y agarró la mano de la maestra en dirección a la cocina.

Samuel degustaba un bocadillo de jamón serrano y queso mientras Rosa colgó el teléfono –Mamá viene en 10 minutos, quédate aquí terminando el bocadillo – el niño asintió y justo cuando la joven iba a abandonar la habitación dijo –Rosa…– la maestra giró la cabeza expectante –Eres muy guapa – y el pequeño se sonrojó. La maestra volvió ante el niño y le dio un beso muy sonoro en la mejilla –Eres un encanto, no sé cómo siempre te tienen castigado –. Sam cual tomate, observó tímido como Rosa salía de la cocina.

Diez minutos más tarde llegó Mamá, una de las arpías le contó lo que había pasado y ella no lo creyó del todo. Por suerte apareció Rosa y contó a Mamá la versión de Sam, Mamá se lo agradeció. Ella estaba tranquila sabiendo que Rosa estaba allí, quería mucho al niño. El pequeño agarró la mano de Mamá y salieron de la guardería. Había dejado de llover. Al pasar por la ventana en la que horas antes Sam contemplaba las burbujas en los charcos, allí estaba él. Abel, con media cara llena de mercromina y un apósito manchado miraba con odio a Sam desde el interior del aula. Sam sabía que no iba a ser su último encontronazo, pero pensó << La próxima vez le arrancaré la cara >>.


Un huevo de chocolate pasó frente a los ojos de Sam, lo que le hizo salir de su ensimismamiento y mirar a Mamá sonriente. Mamá le miraba de reojo y le dijo –¿Me prometes que no vas a volver a morder a ningún niño? – Sam borró la sonrisa y alegó –Es que me pegan Mamá…– Mamá le miró seria –Me da igual, morderles no está bien. Se lo dices a Rosa, que para eso está –, Sam con cara de desaprobación añadió –Eso es ser un “chivota” – a lo que Mamá contestó –Me da igual, pues eres un "chivota"–. Mamá volvió a mostrar el huevo de chocolate con su mano izquierda. Sam metió su manita derecha en el bolsillo del chubasquero, cruzó los dedos y dijo –Vaaaaaaale, te lo prometo –.




  -Texto e ilustración: Mik J. López, 2014-

lunes, 14 de julio de 2014

LA PROFUNDA ALERGIA A LA ALEGRE ALEGORÍA

La alquimia se fundó a base del ensayo y del error, pero casos se dieron de alquimistas a los que les explotó el compuesto. A algunos en la cara y quedaron ciegos y desfigurados, a otros en la boca y quedaron mudos y con gusto atrofiado, a muchos cerca de una oreja y quedaron sordos; a los de más allá, en las manos y perdieron el tacto. Hubo a uno al que el compuesto le explotó en el corazón y le tocó el alma. Se llamaba Armoth.

Armoth deambulaba por las sombras de las calles, casi siempre noctámbulo. Ebrio en su mayoría de veces, más de la tristeza que del vino. Solía andar a trompicones y su aspecto tampoco le ayudaba. Su larga barba cana (a pesar de no pasar del medio siglo), era la pesadilla de cualquier barbero y de tanto mesarla, ofrecía un aspecto irregular si conseguía distinguirla del pelo.

Podías verle rondando las tabernas y solía recibir alguna que otra paliza un par de veces por semana. Pero los golpes eran lo de menos. Las agresiones verbales y los disparos que los ojos le ofrecían eran la parte más dura de su sino. Armoth miraba a las posaderas, a las mujeres de los nobles, de los granujas y los fanfarrones de la fauna nocturna. Y se quedaba allí parado, mirando en silencio. Veía como las parejas se miraban, veía las caricias, los brillos en los ojos e intentaba recordar sin éxito. A veces lloraba, suspiraba o incluso se movía de forma compulsiva a causa de la estrepitosa rabia que emanaba en su interior. ¿Cómo se amaba?

Una noche una señorita de buen corazón, con la profesión más antigua del mundo, se quedó mirando a Armoth desde su balcón, mientras fumaba un cigarrillo. Él la vio, y fijó en ella su mirada. La mujer de cabello azabache y ojos lapislázuli, bajó despacio sin apartar la mirada, le cogió la mano y con un susurro dijo –Ven conmigo, invita la casa–. Tras cinco minutos de aburrimiento femenino, Armoth comenzó a llorar. Corrió despavorido sollozando hasta volver a su agujero, donde pasó largo tiempo en la oscuridad pensando. Aquello no era amar.

Profundo, más que profundo. En algún lugar, encontró ciertas reminiscencias de lo que fue, de lo que era él antes. Recuerdos de sensaciones, de sentimientos. Esas presiones en la boca del estómago, el batir de las alas de lepidópteros… Siempre pensaba en que ya sólo sería eso. Serían recuerdos. Ya no quedaba nada más de ahí en adelante que volviera a desembocar en algo similar, ya no había ningún tipo de retorno hacia aquel delta. Únicamente podrían llegar ciertos destellos del reflejo, de la memoria. Como los aluviones y cantos rodados que tras girar y chocar infinitamente en el fondo del abismo, aparecen de nuevo en la superficie. Desgastados, duros y curtidos. Fracturados, golpeados y pulidos. Pero siempre hay alguna mano dispuesta a agarrar uno, cerrar un ojo y lanzarlo como una rana que rebota en la superficie, pero que al final frena y vuelve de nuevo al frío abisal. Allí volverá al fondo y esperará a las corrientes que mueve Poseidón. 

Que arduo es ser alegoría. Que triste la alegría. Que sana la gloriosa alergia de una vida. Que cruenta acción, la de la mano del yunque que se golpea. Auto-fustigadas caricias que engendran puntas de seda, que son suaves como sábanas, pero también se clavan y queman. Que divergir anti-natura antaño tan cercana. Tan lejana esa empresa como lo fue la magia arcana.



martes, 6 de mayo de 2014

LA FLOR DE MI SECRETO

He encendido mi luz. Mi luz para leer. Nunca la usé para escribir hasta ahora. He vuelto de madrugada tras unas cervezas y un ron barato. Arropado, he mirado una pantalla y algo me ha hecho que encendiera esa luz. Nunca fui de dormir mucho y hoy ya he tomado la decisión de que será otra noche más de dormir poco.

Mal sentado en la cama, escribiendo con tinta y mala letra. Tenía que hacerlo pues si no, todo se perderá como las lágrimas en la lluvia de las que hablaba Rutger Hauer en Blade Runner. Un Replicante más humano que los humanos. La pena es, que al final la tinta se manchará con teclas y nunca verás este papel arrugado de una antigua libreta. Una libreta llena de sueños e ilusiones que jamás se cumplirán por miedo. El miedo a quedar como un idiota que cantaba Fito y fitipaldis. Y es que son las cosas de la vida, son las cosas del querer. De querer y no poder. Del desarrollo de los acontecimientos, que no se bien por qué, sembraron los cimientos del quererte desde siempre.

Siempre fuiste de otros, pero más tuya que de nadie. Nadie me dijo que yo aún caminaría por esta calle. Y eso sí, de otro puede ser todo menos mis palabras. Mis palabras siempre serán mías y de nadie más. Afortunadamente, esto sí creo que lo hago bien. Gritarle al viento. Y grito a viva voz que no miento. Que por lo menos lo intento de esta mala manera que algún inglés del XV y parte del XVI me enseñó leyendo textos.

Como tantas otras veces, el viento se llevará las palabras y quedarán enterradas en la arena. Pero no me importa. No soy capaz de tirarlo todo por la borda por un arrebato de romanticismo. Pues sería peor el remedio que la enfermedad. Desencadenaría un tremendo cisma. Y las cadenas están mejor bien puestas cuando son bestias lo que guardan. No se si más me temo a mi, o menos. Si te temo a ti más que te quiero. Las rudimentarias formas y el callarme serán la tumba de todo lo que tanto anhelo.


Creo que fue el mal focalizar, los besos de los otros o el sonido de un mar psicotrópico. El trópico de Cáncer o el de Capricornio. El pensar demasiado bajo el mismo embrollo. Pero más no puedo hacer tintando un papel de rollo.

No sé si es tu sonrisa o son tu ojos. Quizás fue un mal paso que di cruzando la delgada línea roja. El saltar tanto tiempo a la pata coja, que me hizo perder el equilibrio. Lo cierto es, que hace bien poco que me estabilizo. Pero, se me eriza el pelo de pensar en destapar la caja de Pandora; para ya no verte sola.

Yo lo que creo que es,  que jamás me lo creí. Desde nunca. Y eso que crecí con ello. Pero por mucho que entierres un cadáver, nunca podrás deshacerte de él. El cofre de un hombre muerto que guarda un corazón que late. Mi corazón que es tuyo, ya que siendo mío, casi siempre fue azotado a latigazos como la pasión de un Cristo. Es verdad que me crispo cada vez que el pelo se me encrespa al verte. Pero, siempre seré ese loco bajito, que se incorpora con los brazos abierto de par en par. El que te sonríe, el que te abraza, el que te da un beso por que le apetece y el que una vez te respiró. Un suspiro se me escapa sólo de pensarlo. Pues no me lo creo, ni me lo creeré hasta que te sienta. Y nunca me he sentido tanto yo, como para sentirte a ti. Y tú, nunca vas a darte cuenta.

Ahora cuento con los dedos por la cuenta de la vieja, las vidas que me quedan de Samsara. En alguna yo seré planta y tú serás la tierra, y clavaré en ti mis raíces hasta que me pudra. Y no me dará ningún miedo pues no será contra-natura. Y naturalmente te poblarán mil plantas como hasta ahora, pero con suerte alguien con mucho tino, me trasplantará en una maceta y cogerá esa misma tierra. Aunque no te tenga toda, creceré en una parte de ti. Esa parte de ti, que será sólo para mí. Creceré con el riego del llanto de algún otro pobre diablo que alimente nuestra desgracia. Y dará sus frutos. Florecerá una hermosa flor que alguien regalará a otro alguien algún día. Únicamente con el propósito de hacerla sonreír, mirarla a los ojos y decirle que la ama.

Un Jedi ve el amor como un dolor potencial, el dolor lleva a la tristeza, la tristeza al odio y el odio lleva al lado oscuro. Aquí se acaba la historia.




                         

miércoles, 19 de marzo de 2014

La Dríade - Un cortometraje de Mik J. López



Aquí abro el cajón, en el que una vez brotó una semilla. Las ramas, que fueron finalmente escasas, parece que quieren continuar creciendo. Y ¿quién soy yo para parar a la madre naturaleza? Ojala nunca nadie quiera cortarlo y de sus frutos, ya que estos caen al suelo y otros árboles crecen.

Un poema era y un poema es.

Gracias a todas esas personas que me aguantaron, que me apoyaron, que compartieron conmigo esos momentos. Sobre todo a todas aquellas que siempre remaron contracorriente, pues son las que te hacen aprender y ser más fuerte.
La vida es un campo lleno de flores, que nunca nada ni nadie os las corte.