El pequeño Sam estaba sentado en el alféizar de la ventana,
contemplando las burbujas y pompas que las gotas de lluvia formaban en los
charcos. La habitación se hallaba completamente vacía y de fondo, se oía el
vociferar del resto de niños y maestras a la hora de la comida. No había llegado
a llorar pero, llevaba de manera permanente la combinación de sensaciones
previa en su interior. Esa percepción de soledad, la melancolía del hogar y una
mezcla de tristeza e impotencia. Mamá lo habría entendido y le habría creído.
Eso hacía que le echara todavía más de menos. Pensó en que iba a seguir diluviando,
pues cuando los charcos forman esas burbujas, es señal de que va a continuar
lloviendo más; al menos, eso decía ella. Si ella hubiera estado allí, no le
habrían castigado.
Una hora y diez minutos atrás, el imbécil de Abel, se había
presentado con un cangrejo en la guardería. Su madre le había llevado antes a
la pescadería y el pescadero le había regalado ese pobre animalito. Aquel bobo
bravucón iba exhibiendo su pieza como si hubiera necesitado un arpón para
cazarlo. <<Pobre cangrejito>> pensó Sam. A pesar de su miedo atroz
a cualquier criaturita con forma arácnida, se compadecía del crustáceo. No era
mayor que una mandarina, de un tono entre anaranjado y parduzco, y se movía con
ganas de librarse de las sucias garras de Abel. Por desgracia, la mirada de
éste encontró la de Sam y fue directo, cangrejo en mano, hacía él. Sam empezó a
sollozar y a dar pasos para atrás, hasta que se topó con la esquina del aula.
Abel reía como un auténtico sádico y acercaba poco a poco el cangrejo a la cara
de Sam. Había sido inevitable. Abel se lo había buscado.
Durante la hora de la sienta, aquella maestra frígida y
estúpida agarró a Sam del brazo y le cambió de aula de malas maneras. –Vamos
Samuel, a seguir castigado. Además de sin comer, te quedas sin siesta – Eso a
Sam le alegró un poco. Odiaba la maldita hora de la siesta. Jamás se había
dormido en esa hora. Le parecía la mayor pérdida de tiempo absurda que había
conocido en su corta existencia. Le había devuelto a la habitación del pánico,
al lugar del crimen. Afortunadamente, allí había libros, cuentos y la casita de
madera que tanto le gustaba. El pequeño agarró un cuento de elefantes y se
acurrucó dentro de la blanca y roja casita.
Nada más sentarse contra la esquina, comenzó a sentirse un
poquito más seguro. Le encantaba aquel lugar. Siempre solía escaparse allí a la
hora de la siesta, cuando vigilaba Rosa. Rosa era la maestra más guapa y más
joven de toda la guardería. Siempre trataba con cariño y dulzura a Sam. Casi
todas las demás eran un atajo de arpías sin paciencia, las cuales deberían
dedicarse a cualquier cosa que no fuera cuidar críos. Cuando Rosa cuidaba a la
hora de la siesta, Sam se levantaba de su colchoneta a los 5 minutos, se
dirigía a ella y le pedía permiso para coger un libro e ir a la casita. Ella
siempre accedía y le daba un besito en la mejilla. Sam siempre se sonrojaba.
Al cerrar el cuento de elefantes, el niño dio un alarido. En
la esquina contigua había un cadáver. Partes desmembradas del cangrejo yacían
en el interior de la caseta. El monstruo de Abel había despedazado a la pobre
criatura y además había repartido los restos por su casita de madera. Sam
rápidamente abandonó el interior de aquel escenario dantesco y volvió a
apoyarse en el alféizar de la ventana. Pensó en que no había sido suficiente
castigo. Abel era un asesino. En ese instante, Rosa entró en la sala y se
acercó al infante –Samuel cariño, tienes que entrar ya. Se va a terminar la siesta
– dijo con dulzura. Sam la miró –Abel a matado al cangrejito, Rosa. La casita
está llena de cachos –. Rosa se acercó a la casita y miró dentro. Su cara no
fue agradable y dijo –Ahora lo recojo, no te preocupes – la maestra se levantó
y volvió a acercase a Sam – ¿Estás bien? –Sam levantó la vista y una lágrima
rodó por su mejilla –Me quiero ir a casa y tengo hambre –. Rosa se agachó y le
dio un beso en la frente –Vamos a llamar a Mamá y a hacerte un bocadillo,
¿quieres? – el niño asintió y agarró la mano de la maestra en dirección a la
cocina.
Samuel degustaba un bocadillo de jamón serrano y queso
mientras Rosa colgó el teléfono –Mamá viene en 10 minutos, quédate aquí
terminando el bocadillo – el niño asintió y justo cuando la joven iba a
abandonar la habitación dijo –Rosa…– la maestra giró la cabeza expectante –Eres
muy guapa – y el pequeño se sonrojó. La maestra volvió ante el niño y le dio un
beso muy sonoro en la mejilla –Eres un encanto, no sé cómo siempre te tienen
castigado –. Sam cual tomate, observó tímido como Rosa salía de la cocina.
Diez minutos más tarde llegó Mamá, una de las arpías le
contó lo que había pasado y ella no lo creyó del todo. Por suerte apareció Rosa
y contó a Mamá la versión de Sam, Mamá se lo agradeció. Ella estaba tranquila sabiendo
que Rosa estaba allí, quería mucho al niño. El pequeño agarró la mano de Mamá y
salieron de la guardería. Había dejado de llover. Al pasar por la ventana en la
que horas antes Sam contemplaba las burbujas en los charcos, allí estaba él.
Abel, con media cara llena de mercromina y un apósito manchado miraba con odio
a Sam desde el interior del aula. Sam sabía que no iba a ser su último
encontronazo, pero pensó << La próxima vez le arrancaré la cara >>.
Un huevo de chocolate pasó frente a los ojos de Sam, lo que
le hizo salir de su ensimismamiento y mirar a Mamá sonriente. Mamá le miraba de
reojo y le dijo –¿Me prometes que no vas a volver a morder a ningún niño? – Sam
borró la sonrisa y alegó –Es que me pegan Mamá…– Mamá le miró seria –Me da
igual, morderles no está bien. Se lo dices a Rosa, que para eso está –, Sam con
cara de desaprobación añadió –Eso es ser un “chivota” – a lo que Mamá contestó
–Me da igual, pues eres un "chivota"–. Mamá volvió a mostrar el huevo de
chocolate con su mano izquierda. Sam metió su manita derecha en el bolsillo del
chubasquero, cruzó los dedos y dijo –Vaaaaaaale, te lo prometo –.
-Texto e ilustración: Mik J. López, 2014-