La alquimia se fundó a base del ensayo y del error, pero casos
se dieron de alquimistas a los que les explotó el compuesto. A algunos en la
cara y quedaron ciegos y desfigurados, a otros en la boca y quedaron mudos y
con gusto atrofiado, a muchos cerca de una oreja y quedaron sordos; a los de más
allá, en las manos y perdieron el tacto. Hubo a uno al que el compuesto le
explotó en el corazón y le tocó el alma. Se llamaba Armoth.
Armoth deambulaba por las sombras de las calles, casi
siempre noctámbulo. Ebrio en su mayoría de veces, más de la tristeza que del
vino. Solía andar a trompicones y su aspecto tampoco le ayudaba. Su larga barba
cana (a pesar de no pasar del medio siglo), era la pesadilla de cualquier
barbero y de tanto mesarla, ofrecía un aspecto irregular si conseguía distinguirla
del pelo.
Podías verle rondando las tabernas y solía recibir alguna
que otra paliza un par de veces por semana. Pero los golpes eran lo de menos.
Las agresiones verbales y los disparos que los ojos le ofrecían eran la parte más
dura de su sino. Armoth miraba a las posaderas, a las mujeres de los nobles, de
los granujas y los fanfarrones de la fauna nocturna. Y se quedaba allí parado,
mirando en silencio. Veía como las parejas se miraban, veía las caricias, los
brillos en los ojos e intentaba recordar sin éxito. A veces lloraba, suspiraba
o incluso se movía de forma compulsiva a causa de la estrepitosa rabia que
emanaba en su interior. ¿Cómo se amaba?
Una noche una señorita de buen corazón, con la profesión más
antigua del mundo, se quedó mirando a Armoth desde su balcón, mientras fumaba
un cigarrillo. Él la vio, y fijó en ella su mirada. La mujer de cabello
azabache y ojos lapislázuli, bajó despacio sin apartar la mirada, le cogió la
mano y con un susurro dijo –Ven conmigo, invita la casa–. Tras cinco minutos de aburrimiento femenino, Armoth comenzó a
llorar. Corrió despavorido sollozando hasta volver a su agujero, donde pasó
largo tiempo en la oscuridad pensando. Aquello no era amar.
Profundo, más que profundo. En algún lugar, encontró ciertas
reminiscencias de lo que fue, de lo que era él antes. Recuerdos de sensaciones,
de sentimientos. Esas presiones en la boca del estómago, el batir de las alas
de lepidópteros… Siempre pensaba en que ya sólo sería eso. Serían recuerdos. Ya
no quedaba nada más de ahí en adelante que volviera a desembocar en algo
similar, ya no había ningún tipo de retorno hacia aquel delta. Únicamente
podrían llegar ciertos destellos del reflejo, de la memoria. Como los aluviones
y cantos rodados que tras girar y chocar infinitamente en el fondo del abismo,
aparecen de nuevo en la superficie. Desgastados, duros y curtidos. Fracturados,
golpeados y pulidos. Pero siempre hay alguna mano dispuesta a agarrar uno,
cerrar un ojo y lanzarlo como una rana que rebota en la superficie, pero que al
final frena y vuelve de nuevo al frío abisal. Allí volverá al fondo y esperará
a las corrientes que mueve Poseidón.
Que arduo es ser alegoría. Que triste la alegría. Que sana
la gloriosa alergia de una vida. Que cruenta acción, la de la mano del yunque que se golpea. Auto-fustigadas
caricias que engendran puntas de seda, que son suaves como sábanas, pero
también se clavan y queman. Que divergir anti-natura antaño tan cercana. Tan
lejana esa empresa como lo fue la magia arcana.