Nunca he sabido ni sabré, el porqué de mi amor por la luz. Creo que puede deberse en cierto modo a su contraste con la oscuridad.


Son quizás para mí cómo un canto de sirena. Una dulce melodía visual, que acompasa el tempo de una sinfonía nocturna. Los cláxons, los motores, los semáforos... Entonaciones de ebrios tenóres y sopranos… Sirenas y walkie talkies… Todos forman parte de la orquesta de la noche. Una orquesta que no es nada sin sus luces. Un espectáculo de luz y sonido.

Proceso una dualidad lumínica. Veo una gran avenida con miles de luces, cientos de focos y millares de farolas. Son muchas y muy diversas luces, con infinidad de tipos y posibles combinaciones de ellas. Todas relucen, unas más y otras menos. Me voy acercando a unas y a otras según me viene en gana. Pero sigue siendo de noche.
Tras casi un año en la oscuridad y sustentado por las luces de neón nocturnas, echo de menos el Sol. Una luz más fuerte. Una luz que ilumine todo mucho más que las otras. Una luz no artificial. Una luz natural. Una estrella.
Una estrella y bombilla a la que cuando le subas la potencia estalle.
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